miércoles, 12 de septiembre de 2007

Base antropológico-evolutiva del Misterio de Dios

A modo de introducción intentaremos considerar el porqué de la importancia de fundamentar antropológicamente cualquier reflexión sobre el Misterio de Dios, es decir, hablar sobre el misterio de Dios implica inevitablemente referirse al “misterio del hombre”. De la misma forma, mencionaremos cómo la teoría evolutiva puede arrojar alguna luz sobre este “misterio”.

Ya Bernard Lonergan, S.J. (1904-1984), en su obra Insight, ha hecho énfasis sobre la necesidad de integrar una filosofía del actuar humano, una reflexión sobre las operaciones humanas dentro del método teológico. Dicho método dinámico, en continuo diálogo con otras disciplinas, sería muy apropiado para aproximarse al problema del conocimiento de Dios desde una perspectiva crucial: ¿Cómo es Dios experimentado por el hombre?.

El enfoque algo más tradicional de cómo acontece Dios en sí mismo, más estrechamente relacionado con un método teológico descendente y dogmático, aunque importante, ha sido complementado durante los últimos años gracias al enfoque ascendente lonerganiano que parte de una comprensión antropológica.

“Conocete a ti mismo”. La importancia de esta máxima socrática sigue en vigencia. A partir de la comprensión de las operaciones humanas y los límites de dichas operaciones, comunes a todos si distorsiones excepcionales no las alteran, es como el hombre puede abrirse y experimentar el Misterio de Dios. No sería errado afirmar que la percepción de la profundidad humana y la de su entorno (ecología profunda) es necesaria para experimentar la inmensidad del Misterio Divino.

Siguiendo a Lonergan en cuanto a la importancia de las ciencias naturales dentro del método teológico por él propuesto, discutiremos brevemente la imagen de hombre que la revolución darwiniana ha construido gracias en principio a Charles Darwin (1809-1882) y algunas de sus implicaciones sobre el pensar antropológico y teológico.

A pesar de la aceptación por parte del magisterio de la Iglesia católica de la teoría evolutiva biológica, debido en gran parte a la obra del jesuita y científico Teilhard de Chardin (1881-1955), es lamentable constatar que para muchos la teoría evolutiva sigue siendo estrechamente relacionada con el ateísmo. Aunque más adelante profundizaremos sobre este fenómeno basta decir, por ahora, que no hay razón para deducir que necesariamente del evolucionismo se llega al ateísmo. Es más la evolución, bien entendida, se convierte en un elemento más para demostrar la razonabilidad, aunque de forma un tanto indirecta, de la fe.

La imagen que tengamos de hombre necesariamente repercute sobre la imagen que tengamos de Dios. Y la imagen de hombre que propone la teoría evolutiva es la de uno contingente y por tanto limitado. La biología considera al hombre como el resultado de un proceso. Un proceso con unas características particulares. Primero es necesario aclarar que la noción generalizada de que el azar es el motor de la evolución no es del todo correcta. Sí hay un factor de azar, las mutaciones genéticas, pero el proceso en general es determinado tanto histórica como ambientalmente. La selección natural establece patrones de recurrencia que no son al azar sino que privilegian adaptaciones eficientes en contextos espacio-temporales particulares.

El hombre sería resultado de dicho proceso como lo han sido todas las demás especies. En desacuerdo con Teilhard, no creemos que la antropomorfización sea en sí el fin de la evolución biológica y por lo tanto el existir humano no es absolutamente necesario. Dentro del modelo de la probabilidad emergente lonerganiana, el fenómeno humano es la concreción histórica de una posibilidad que se dio estadísticamente, no determinísticamente, debido a la presencia de cierto azar que hace al proceso impredecible. La existencia contingente del hombre, formulada evolutivamente, podría interpretarse como una negación del “Plan Divino” pero también como un “Gran Milagro”: Dentro de tantas alternativas posibles, nuestra existencia se ha realizado.

Somos el resultado, pues, de un proceso histórico contingente que nos sitúa en el mundo como una especie más, con nuestras particularidades, semejanzas y limitaciones. Del ámbito de la ciencias naturales pasemos ahora al de la ciencias humanas.

Relacionaremos también el problema del conocimiento de Dios a la dinámica de las operaciones humanas sugerido por Lonergan. Estamos por naturaleza inmersos en un proceso recurrente de cinco pasos: experimentar, entender, juzgar, decidir y amar. La autoapropiación o autoconciencia, es decir una comprensión verídica de nuestra realidad, sería el llegar a ser concientes de estas operaciones y sus límites para abrirnos al don del Amor de Dios, que no es otra cosa que su Misterio.

Volviendo al tema del ateísmo, una característica del racionalismo moderno ha sido una extremada confianza en la capacidad intelectual del hombre. Una autoapropiación distorsionada, en la cual no hay conciencia de los límites de las operaciones humanas, ocasiona que en lugar de abrirse a la trascendencia el hombre se autocentre de tal forma que puede llegar a la negación teórica y/o práctica de Dios. En este sentido la comprensión de la teoría evolutiva ayudaría a la conversión mediante una aceptación adecuada de nuestros propios límites tanto sensoriales, como intelectuales y racionales.

La conciencia de nuestros límites naturales sirve para entender que por definición Dios es aquel Ser que trasciende nuestra experiencia y así, en palabras de Pérez Valera, comprenderíamos por qué: “no hay experiencia auténtica de Dios que no sea experiencia de misterio insondable”[1].

El autocentramiento producido por una comprensión antropológica inadecuada en la cual se tiende a exagerar la capacidad de las operaciones humanas impediría un reconocimiento humilde de nuestro ser entorpeciendo una posible experimentación del Misterio Divino. Sólo comprendiendo al hombre como parte del mundo (antropología-evolutiva) es posible abrirse al Misterio de Dios y experimentarlo.

[1] PÉREZ VALERA, Víctor. Filosofía y método de Bernard Lonergan. México: Editorial JUS, 1992, p. 337.

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