miércoles, 31 de octubre de 2007

Del Progreso Moderno al Progreso Eclesial Trinitario

Resumen: La idea de progreso, fomentada en la modernidad, ha obstaculizado la constitución de comunidades cristianas realmente trinitarias. La crítica, realizada en ámbitos académicos, a las ideologías progresistas modernas no ha repercutido aún en las comunidades y, mucho menos, en la sociedad latinoamericana, donde la discriminación económico-política es generalizada y la comunión cristiana, como imagen del misterio trinitario, continúa siendo una utopía.

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La modernidad puede entenderse como una celebración del progreso en el sentido más amplio de la palabra, pero también como la crónica de un fracaso espiritual y, por tanto, cultural y político. Durante el siglo XIX y principios del XX, Occidente se había sentido arropado en la superioridad, la seguridad y una fe ciega en el progreso, pero poco a poco vio cómo la certidumbre se convertía en caos; la seguridad en guerras atroces y el progreso en máquinas capaces de eliminar al fenómeno humano de la faz del planeta.

En el siglo XIX el racionalismo predominaba en Europa. La revolución industrial europea inyectaba en el espíritu humano una confianza desmesurada en sí mismo. Descubrimientos y desarrollos científicos tales como la electricidad, le permitieron al hombre sentirse en la cima del mundo. Las sociedades colonialistas, como la Inglaterra victoriana, imponían sus culturas a los pueblos que ellas dominaban con la justificación de ayudarlos a progresar.

La idea de progreso invadió todos los ámbitos de la vida hasta convertirse en una teoría de la historia (Hegel) y en una filosofía de la vida. El mito ilustrado del progreso se vio respaldado también por una ingenua e inconveniente interpretación de la teoría evolutiva expuesta por Charles Darwin en su libro “El origen de las especies” publicado en 1859, pues si el mono había evolucionado, había progresado, hasta llegar a ser hombre, de la misma forma la meta de toda cultura debía ser progresar hasta llegar a ser como la de la cristiandad europea. Una sociedad, de paso sea dicho, que tampoco transparentaba los valores trinitarios de igualdad y justicia, en sus propias comunidades.

Sin embargo, durante la primera mitad del siglo XX y debido principalmente a los cuestionamientos vitales, existenciales, que surgieron a raíz de los dos conflictos bélicos mundiales, una sociedad ya encaminada por un progreso histórico instrumentalista-científico puso en crisis su idea de cultura y, por ende, la idea motor de dicha cultura. La idea de progreso. Ya los maestros de la sospecha (Freud, Marx y Nietzsche) habían manifestado cómo la idea de progreso era la decadencia de Europa, pero fue hasta que se manifestó cierta sensación de malestar ocasionada por un desarrollo científico irresponsable y, por lo tanto, con funestas implicaciones, como las tuvieron las dos bombas atómicas y el exterminio judío en manos de los Nazis; cuando la confianza tan sólida en la mentalidad progresista de Occidente comenzó a debilitarse.

“No todo lo que puede hacerse hay que hacerlo. No todo paso material hacia delante constituye un progreso real en la verdadera dirección humana”1. Con estas palabras de Gonzáles Faus se manifiesta el enfoque crítico con que muchos autores reevalúan el concepto de progreso difundido por la modernidad y que actualmente se encuentra tan arraigado en la mentalidad latinoamericana.

Lamentablemente parece como si dicha crítica y desconfianza, hacia la noción de progreso, no hubiera incidido en la vida de los latinoamericanos pues no hay duda de que en nuestros países aún existe una tendencia mayoritaria a identificar progreso con bienestar, con civilización y con cultura. La dorada línea media oriental, la mediocritas, la posibilidad de realización personal y comunitaria sin un consumismo rapaz; no es una alternativa dentro de una cultura en la cual el “progreso” es la máxima, y la meta: asemejarse a los países del primer mundo.

La concepción “progreso” implica que el valor original o fundamental, la ousía es menospreciada. Éste será siempre poco e incluso nulo y sólo en la medida en que ese “algo”, esa “cosa” vaya progresando, su valor incrementará. Las “cosas”, las personas no valen por lo que son, por su naturaleza en sí, sino por lo que han progresado, por los títulos o el dinero que poseen. Así, arbitrariamente, se establecen jerarquías valorativas que no fomentan la comunión (perijóresis), sino todo lo contrario.

Latinoamérica es estadísticamente en su mayoría católica. Por ello, no deja de ser contradictorio que ahí donde deberían predominar los valores comunitarios trinitarios lo que observamos son estructuras y mentalidades fuente de injusticia y de discriminación.

Como el misterio siempre inaccesible de Dios se convierte, sin dejar de ser Misterio Absoluto, en el norte de la comprensión cristiana del hombre (esto enmarcado dentro de la teología antropológica), es conveniente que tengamos una aproximación al Misterio Trinitario de la divinidad para comparar su naturaleza igualitaria con la discriminación que la mentalidad del “progreso” trae a nuestras sociedades latinoamericanas.

La Trinidad es Dios y Dios es comunidad. La idea de “tres personas” existiendo en comunión eterna, perijóresis o interpenetrándose armónicamente, cuando simultáneamente conservan sus propias particularidades; corresponde, para los cristianos, un modelo comunitario con implicaciones sociales considerables. Así la relación trinitaria se constituye en modelo para la conformación de comunidades cristianas, para la conformación de Iglesia.

Deteniéndonos un poco en estas imágenes de la Trinidad podemos decir que el padre tiene un rostro que es Cristo. Sin embargo, el Padre es también el Dios que nadie ha visto, el que está detrás de la misión del Hijo y del Espíritu. Es la fuente sin fuente. Por ello, lo podemos experimentar mejor como el portador del atributo de la trascendencia.

Además Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el mediador cercano, es el hombre pleno. A él seguimos y con él nos configuramos. Y el Espíritu de Dios que habita en nosotros como fuerza transformadora de Dios, también nos expresa la enorme cercanía de Dios. En este sentido, el Padre, que los envía (misiones), puede expresar mejor la trascendencia de Dios. Esto no niega la cercanía del padre y su presencia en nosotros (Jn 14, 23). El Padre es visto como el Creador providente.

Las imágenes o símbolos que podamos formarnos de la Trinidad han repercutido validando, convenientemente o no, modelos comunitarios.

Históricamente se ha incurrido en algunos errores con respecto a la formulación de la doctrina trinitaria. Al hacer mayor énfasis en la unidad de Dios, se ha incurrido en el subordinacionismo y en el modalismo, los cuales, o bien han puesto al Padre por encima de las otras dos personas, o han considerado que las diferentes personas son sólo diferentes maneras de ser de Dios. El hacer demasiado énfasis en la diversidad de personas como entidades independientes, desvirtúa la realidad de la comunión implícita en el ser de Dios. Así, se ha incurrido en el error de triteísmo que fortalece la división y el individualismo en lugar de la unión.

Es importante recordar que aunque el Padre, el Hijo y el Espíritu son distintos como relaciones opuestas y por ello no son “el mismo”, sí son “lo mismo"2. Es sólo en aquello que todos compartimos, no en aquello que nos divide (diábolos), dónde podremos hallar verdadera perijóresis entre diversidad de carismas (Haire), una diversidad sólo de funciones pero no de dignidades personales.

La Iglesia es una realidad compleja. La constitución de un pueblo que ha sido llamado por Dios no es tan sólo un privilegio sino una gran responsabilidad debido a que la economía de salvación no prescinde de la condición humana para su misma salvación. Una Iglesia, como pueblo de Dios, debe ser necesariamente igualitaria, ya que este carácter, comunitario y fraterno, propio de la Trinidad, es el que lleva a los cristianos a asumir también dicho título en continuidad con la asamblea del pueblo de Israel en el Antiguo Testamento. Una Iglesia tal parece lejana a nuestra realidad latinoamericana pero es una utopía necesaria y una escatología anhelada. No podemos olvidar que la Iglesia esta referida siempre al Reino de Dios y este siempre sobrepasará su realidad. La Iglesia es en primer término sacramento del Reino.

Pero la Iglesia está conformada por personas y el pecado es una realidad misteriosa con repercusiones eclesiales. Así cómo las personas necesitan asumir seriamente un proceso de conversión (metanoia), también la Iglesia necesita confrontarse continuamente para reformar todo aquello que dificulta generar comunión y todo aquello que no sirve para remitirnos al misterio trinitario. “Ecclesia semper reformanda 3. Es conveniente recordar que la comunidad es la Iglesia, y esta debe tener la libertad de reformar la institución pero también la comunidad es fruto de los procesos de conversión de la Iglesia. Esta no debe fomentar modelos decadentes, muchas veces fundamentados en imágenes trinitarias heréticas y que han sido motivo de división entre sus miembros.

Debemos preguntarnos entonces, ¿si una Iglesia clericalizada, como es la latinoamericana, donde la idea de progreso ha determinado una jerarquía entre los “grados de santidad” para el pueblo de Dios y en la cual los laicos han perdido protagonismo, es un modelo conveniente como sacramento del Reino?

La Iglesia debe ser un pueblo nuevo, que no se identifica con ninguna nación, sin opresión ni dependencias; una familia de Dios en la que no haya padres, ni maestros, ni ricos, ni pobres. Un pueblo de iguales, en el que la autoridad es un servicio"4. Diríamos nosotros que se necesita una Iglesia realmente trinitaria.

La Iglesia entonces debe promover modelos trinitarios que generen fraternidad y enfaticen aquello que todos compartimos o en lo que somos consubstanciales. Todos compartimos el Ser, la existencia, pero dentro de una mentalidad progresista este valor original es menospreciado. La existencia pasa a ser únicamente una condición de posibilidad para el progreso, que se convierte así, en lo realmente importante. Si no valoramos nuestra misteriosa estructura existencial, es decir, el Espíritu que nos constituye, difícilmente podremos ver al otro como hermano.

Por otra parte, no podemos negar la tensión existente entre individuo y comunidad. Entre el amor a sí mismo y el amor al prójimo. Mientras la teología europea ha tomado como punto de partida al individuo; la teología en Latinoamérica, particularmente la teología conocida como teología de la liberación, parte de las comunidades creyentes. Recordemos que la Trinidad, como modelo eclesiológico, trasciende la contradicción lógica individuo-comunidad en una comunión espiritual cimentada en el amor.

La Iglesia latinoamericana ha intentado ser sacramento de unidad entre lo individual y lo comunitario; pero esta tarea, como ya se ha mencionado, se ha visto obstaculizada por la idea de progreso tan diseminada en medio de nuestra cultura. El problema es más grave aún si consideramos que dicho progreso no es en realidad nuestro, sino en gran parte impuesto desde fuera. Debido al irreversible proceso de globalización que experimentamos junto a los demás países del mundo, es muy difícil que esto no ocurra.

Hasta aquí se ha hecho referencia a la palabra progreso según la acepción de progreso moderno. Sin pretender entrar en detalles, es lamentable reconocer cómo los índices de desarrollo humano se han identificado con los índices de desarrollo económicos. Ésta relación es ilusoria y más aún si se tiene en cuenta que casi siempre el incremento económico de un país no refleja cómo el dinero sigue quedando en unas pocas manos mientras los pobres se empobrecen cada día más.

Por otra parte, también podríamos considerar un progreso de carácter espiritual-trinitario. El progreso eclesial trinitario, sería “la apertura de la persona a la comunión y a la trascendencia" 5. Cristo es entonces modelo de progreso espiritual. Un progreso de la conciencia de nuestra propia divinidad y simultáneamente de la de nuestros hermanos. Un progreso espiritual, una metanoía personal con repercusiones comunitarias que es testimonio de la resurrección de Jesucristo y al mismo tiempo transforma la vida de la Iglesia.

Jesús vino a realizar lo que sólo era promesa de futuro para el pueblo de Israel, la fraternidad soñada 6. La misión trinitaria de Jesús hace partícipe a la creación de la Trinidad inmanente (la Trinidad en sí misma) por el misterio de la Encarnación. Al mismo tiempo, el Jesús histórico, al ser plena transparencia de Dios actuando en el mundo, es Trinidad económica que se nos revela como historia de salvación, de la cual la esperanza cristiana nos muestra el camino que hemos de recorrer a semejanza de una kénosis, que es comunicación activa entre el Padre, el Hijo y el Espíritu.

En contraposición, la interpretación capitalista de progreso en términos netamente económicos, genera una serie de actitudes competitivas que no hacen sino deteriorar el carácter relacional y, por lo tanto, trinitario de las comunidades alimentando el ansía de dinero y con ello nuestro egoísmo, raíz del pecado. Así no será posible constituir pequeñas comunidades de base o una gran comunidad global, una Iglesia, en la cual el progreso sea realmente trinitario, es decir, universal, solidario y atento a las víctimas del planeta porque la injusticia, la opresión y la explotación son incompatibles con una sociedad alternativa deseada y denominada por Dios como su pueblo, pueblo de Dios.

Debemos también considerar que una comunidad trinitaria debe ser siempre universal y con ello no se hace referencia solamente a la humanidad sino a toda la realidad. Al Cosmos en su conjunto, a la Creación 7.

El sentido último de todo lo creado es permitir la auto-comunicacion de las divinas personas. Así el Universo en la plenitud escatológica, quedará inserto según el modo propio de cada criatura, culminando en el varón y la mujer a semejanza de Jesús de Nazareth, en la propia comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Entonces la Trinidad será todo en todas las cosas 8.

La errónea e inconveniente interpretación de que estamos al tope de la escala evolutiva. De que somos quienes más hemos “progresado”, ha llenado al hombre de soberbia y ha dificultado mucho la posibilidad de englobar a otros seres dentro de nuestra convivencia comunitaria trinitatia.

Una verdadera perijóresis cósmica implicaría una vivencia mística de nuestras relaciones. Y en ellas si pudiéramos hablar de algún progreso, este no sería más que la paradójica percepción de la unidad fundamental, la consubtancialidad que clarifica, al mismo tiempo, cualquier jerarquía funcional. Un pueblo de Dios donde cada persona, cada ser es respetado como un templo vivo del Espíritu Santo, no debe ser considerada una utopía irrealizable sino una escatología irrenunciable.

Como conclusión, las críticas a la mentalidad progresista que ha sido realizada, con frecuencia, en círculos intelectuales desde hace algunos años en el “primer mundo” y también en el contexto latinoamericano, no han tenido una repercusión significativa en la existencia cotidiana de la gran mayoría de personas que siguen valorando sus vidas según criterios predominantemente económicos y no muy trinitarios, sin ser conscientes de que ello sólo degenera las relaciones comunitarias dentro de las cuales podría alcanzarse la realización plena que tanto buscan, tanto comunitaria como personalmente.

Los efectos de la mentalidad progresista, tecnológica y cientificista, difundida según modelos foráneos de carácter imperialista, han influenciado fuertemente la vida latinoamericana y esto ha dificultado que la Iglesia llegue a ser claramente sacramento del Reino de Dios.

Para finalizar, es fundamental, tanto en Latinoamérica como en el mundo, revitalizar modelos eclesiales y sacramentales trinitarios que resalten la igualdad y por ende la fraternidad entre los cristianos. Es necesario promover una conciencia adulta en los fieles, la teología del laicado, y dejar de lado las actitudes paternalistas con las cuales muchos pastores siguen amansando a sus “pequeños” con la mentalidad de que tal vez ellos no “han progresado” aún lo suficiente como para llegar a constituirse en un verdadero pueblo de Dios.

Bibliografía:


  • BOFF, Leonardo. La Trinidad, la Sociedad y la Liberación. 2da Ed. Madrid: Ediciones Paulinas, 1987.
  • CHARDIN Pierre Teilhard, “El medio divino. Ensayo de vida interior”, 2da Ed. Madrid : Taurus, 1962.
  • CODINA Víctor. “Sacramentos”, en Mysterium Liberationis, T II, 267-294.
  • ESTRADA Juan Antonio. “Pueblo de Dios”, en Mysterium Liberationis, T II, 175-188.
  • GONZALES FAUS José Ignacio. “Antropología. Persona y Comunidad”, en Mysterium Liberationis, T II, 49 – 78.
  • RAHNER K. “Trinidad” y “Trinidad, Teología de la Trinidad”, en Sacramentum Mundi, T VI, 731- 759.
  • RAHNER K. “Reflexiones fundamentales sobre el carácter eclesial del cristianismo” y “Método indirecto de legitimación de la iglesia católica como iglesia de Cristo”, en Curso fundamental sobre la fe, 397-427.


1 G. FAUS, José Ignacio. Antropología. Persona y Comunidad. En: Mysterium Liberationis. Pg. 72

2 RAHNER, Op. p. 746

3 ESTRADA, Juan Antonio. Pueblo de Dios. En: Mysterium Liberationis. p. 180

4 ESTRADA, Op. p. 177

5 G. FAUS, José Ignacio. Antropología. Persona y Comunidad. En: Mysterium Liberationis. p. 77

6 ESTRADA, Op. p 177.

7 Rom 8, 19 -22.

8 BOFF, Leonardo. La Trinidad, la Sociedad y la Liberación. 2da Ed. Madrid: Ediciones Paulinas, 1987. p 287.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Base antropológico-evolutiva del Misterio de Dios

A modo de introducción intentaremos considerar el porqué de la importancia de fundamentar antropológicamente cualquier reflexión sobre el Misterio de Dios, es decir, hablar sobre el misterio de Dios implica inevitablemente referirse al “misterio del hombre”. De la misma forma, mencionaremos cómo la teoría evolutiva puede arrojar alguna luz sobre este “misterio”.

Ya Bernard Lonergan, S.J. (1904-1984), en su obra Insight, ha hecho énfasis sobre la necesidad de integrar una filosofía del actuar humano, una reflexión sobre las operaciones humanas dentro del método teológico. Dicho método dinámico, en continuo diálogo con otras disciplinas, sería muy apropiado para aproximarse al problema del conocimiento de Dios desde una perspectiva crucial: ¿Cómo es Dios experimentado por el hombre?.

El enfoque algo más tradicional de cómo acontece Dios en sí mismo, más estrechamente relacionado con un método teológico descendente y dogmático, aunque importante, ha sido complementado durante los últimos años gracias al enfoque ascendente lonerganiano que parte de una comprensión antropológica.

“Conocete a ti mismo”. La importancia de esta máxima socrática sigue en vigencia. A partir de la comprensión de las operaciones humanas y los límites de dichas operaciones, comunes a todos si distorsiones excepcionales no las alteran, es como el hombre puede abrirse y experimentar el Misterio de Dios. No sería errado afirmar que la percepción de la profundidad humana y la de su entorno (ecología profunda) es necesaria para experimentar la inmensidad del Misterio Divino.

Siguiendo a Lonergan en cuanto a la importancia de las ciencias naturales dentro del método teológico por él propuesto, discutiremos brevemente la imagen de hombre que la revolución darwiniana ha construido gracias en principio a Charles Darwin (1809-1882) y algunas de sus implicaciones sobre el pensar antropológico y teológico.

A pesar de la aceptación por parte del magisterio de la Iglesia católica de la teoría evolutiva biológica, debido en gran parte a la obra del jesuita y científico Teilhard de Chardin (1881-1955), es lamentable constatar que para muchos la teoría evolutiva sigue siendo estrechamente relacionada con el ateísmo. Aunque más adelante profundizaremos sobre este fenómeno basta decir, por ahora, que no hay razón para deducir que necesariamente del evolucionismo se llega al ateísmo. Es más la evolución, bien entendida, se convierte en un elemento más para demostrar la razonabilidad, aunque de forma un tanto indirecta, de la fe.

La imagen que tengamos de hombre necesariamente repercute sobre la imagen que tengamos de Dios. Y la imagen de hombre que propone la teoría evolutiva es la de uno contingente y por tanto limitado. La biología considera al hombre como el resultado de un proceso. Un proceso con unas características particulares. Primero es necesario aclarar que la noción generalizada de que el azar es el motor de la evolución no es del todo correcta. Sí hay un factor de azar, las mutaciones genéticas, pero el proceso en general es determinado tanto histórica como ambientalmente. La selección natural establece patrones de recurrencia que no son al azar sino que privilegian adaptaciones eficientes en contextos espacio-temporales particulares.

El hombre sería resultado de dicho proceso como lo han sido todas las demás especies. En desacuerdo con Teilhard, no creemos que la antropomorfización sea en sí el fin de la evolución biológica y por lo tanto el existir humano no es absolutamente necesario. Dentro del modelo de la probabilidad emergente lonerganiana, el fenómeno humano es la concreción histórica de una posibilidad que se dio estadísticamente, no determinísticamente, debido a la presencia de cierto azar que hace al proceso impredecible. La existencia contingente del hombre, formulada evolutivamente, podría interpretarse como una negación del “Plan Divino” pero también como un “Gran Milagro”: Dentro de tantas alternativas posibles, nuestra existencia se ha realizado.

Somos el resultado, pues, de un proceso histórico contingente que nos sitúa en el mundo como una especie más, con nuestras particularidades, semejanzas y limitaciones. Del ámbito de la ciencias naturales pasemos ahora al de la ciencias humanas.

Relacionaremos también el problema del conocimiento de Dios a la dinámica de las operaciones humanas sugerido por Lonergan. Estamos por naturaleza inmersos en un proceso recurrente de cinco pasos: experimentar, entender, juzgar, decidir y amar. La autoapropiación o autoconciencia, es decir una comprensión verídica de nuestra realidad, sería el llegar a ser concientes de estas operaciones y sus límites para abrirnos al don del Amor de Dios, que no es otra cosa que su Misterio.

Volviendo al tema del ateísmo, una característica del racionalismo moderno ha sido una extremada confianza en la capacidad intelectual del hombre. Una autoapropiación distorsionada, en la cual no hay conciencia de los límites de las operaciones humanas, ocasiona que en lugar de abrirse a la trascendencia el hombre se autocentre de tal forma que puede llegar a la negación teórica y/o práctica de Dios. En este sentido la comprensión de la teoría evolutiva ayudaría a la conversión mediante una aceptación adecuada de nuestros propios límites tanto sensoriales, como intelectuales y racionales.

La conciencia de nuestros límites naturales sirve para entender que por definición Dios es aquel Ser que trasciende nuestra experiencia y así, en palabras de Pérez Valera, comprenderíamos por qué: “no hay experiencia auténtica de Dios que no sea experiencia de misterio insondable”[1].

El autocentramiento producido por una comprensión antropológica inadecuada en la cual se tiende a exagerar la capacidad de las operaciones humanas impediría un reconocimiento humilde de nuestro ser entorpeciendo una posible experimentación del Misterio Divino. Sólo comprendiendo al hombre como parte del mundo (antropología-evolutiva) es posible abrirse al Misterio de Dios y experimentarlo.

[1] PÉREZ VALERA, Víctor. Filosofía y método de Bernard Lonergan. México: Editorial JUS, 1992, p. 337.

Movimientos espirituales actuales y el ateísmo

El paso que da B. Lonergan, con el reconocimiento de nuestros propios límites, abre la posibilidad a preguntarnos como es nuestra concepción de Dios y como es la relación entre la razón y el misterio, cuando se quiere definir la Divinidad.

Para este ejercicio nos es muy útil la filosofía, la cual plantea nuevas perspectivas para considerar la existencia de Dios, toma elementos de la ilustración, el racionalismo, el materialismo dialéctico y el marxismo, desde allí se da el primer paso para definir a Dios desde conceptos teóricos y abstractos, pero es una definición incompleta por que deja de lado el Misterio del amor de Dios, un amor que no todas las veces se expresa desde la razón y más bien siempre se experimenta.

Pensar la idea de Dios desde la perspectiva filosófica obliga llegar a respuestas que no se pueden debatir, en otras palabras, que su argumentación sea tan sólida que no se pueda contradecir. Pero no es así, pues la necesidad filosófica de la verdad formulada desde sus principios, en el caso de la idea de Dios, en lugar de aclararla la limita, perdería su universalidad, creando así espacios para otras deidades y lo que es peor perdería su influjo en la humanidad y punto de referencia al cual el ser humano se remite. En otras palabras extinguir a Dios, significará extinguir al final de cuentas la esperanza, aquello que nos mueve a luchar y en últimas perdemos lo que nos confirma como personas, el sentir con el otro[1].

Situación a la que la filosofía no nos quiere llevar, pues ella también perdería así su lugar en el pensamiento humano. La filosofía más bien aporta al misterio de Dios elementos que le ayudan a esclarecer en sus procesos teológicos. Así como el hombre no puede aislar cuerpo y alma, la filosofía y la teología constituyen un equipo interlocutor entre la divinidad y el hombre, es decir, no podemos considerar a un hombre dividido entre ser pensante y ser creyente, como ya opinábamos en nuestra introducción: “con la filosofía a lo único que llegamos con certeza es a su limitación en lo humano”. Un límite que no significa camino equivocado, más bien nos cuestiona sobre la realidad que manejamos de Dios.

Para profundizar un poco en esta pregunta sobre la realidad de Dios es importante considerar que no existen posturas buenas o malas, así como afirmaba Hans Küng, durante su presentación en Colombia, estamos llamados a romper los paradigmas de la desigualdad y mas bien a ser concientes de que lo único que nos queda es la confianza en la existencia de Dios y que ésta debe partir de la confianza por la realidad misma en la que vivimos.

Es por la racionalidad interna que experimentamos, por hechos concretos de esa experiencia amorosa de Dios, que podemos confiar, y es por la esperanza de volver a tener esta experiencia que enfrentamos las inseguridades y creemos con certeza que Dios se revela en nuestra historia y en nuestro tiempo.

Es una opción, debida a una confianza radical, en un Ser que no es un objeto directo de experiencia y que puede generar espacio a la duda y al llamado ateísmo, pero ¿Qué nos garantiza que la negación de Dios sea el argumento demostrable? Quien niega a Dios no sabe en definitiva por qué confía en la realidad. [2]

Desde esa perspectiva solo nos queda la confianza basada en la realidad misma. Mi confianza en Dios, en cuanto confianza fundamental, cualificada y radical, es capaz de precisar la condición de posibilidad de la problemática realidad. En este sentido, y a diferencia del ateísmo, muestra una racionalidad radical, que no puede confundirse con el simple racionalismo.[3] Es decir la experiencia mediada por una autoapropiación del hombre que lo obliga a reconocer sus límites y que le lleva a ver, sentir y comprender el misterio amoroso de Dios, con los otros y por los otros. Algo que la razón no entiende.

Llegar a esta confianza es un don que supera la vía racional y que nos abre el espacio a arriesgarnos, a anticiparnos y a cerrar los ojos para lanzarnos a lo que la experiencia nunca explicará, pero que muy seguramente la realidad revelará. Eso me hace recordar la historia que el profesor en clase nos explicaba, del pez que buscaba el Océano, y por más que se preguntaba no veía más que agua. Hasta no tener el don, para el pez, el agua nunca será Océano, así muera dentro de él.

Pero Dios no sólo se queda en la confianza fundamental. “Dios por definición no es algo finito y condicionado, sino el infinito, el incondicionado, el absoluto, que es capaz de fundamentar una exigencia absoluta e incondicionada”[4] Eso quiere decir que si no hay un absoluto que le de sentido trascendente a las cosas y al mismo tiempo mantenga su distancia al identificarse con el hombre, no podríamos hablar de Dios.

“lo único incondicionado en todo lo condicionado es ese fundamento, soporte y fin primordial de la realidad, que llamamos Dios”[5] concepto que nos abre paso a la posibilidad de una autonomía moral donde la condición de posibilidad es la realidad de Dios que nos enseña dentro de la realidad misma.

Es en la realidad misma donde hay autonomía, donde nos preguntaremos primero sobre la existencia de Dios. Por ello es importante una comprensión de la realidad en la que se elabora la pregunta, la cual queramos o no esta mediada por las distintas imágenes que se elaboran de Dios.

Ahora nos moveremos en este campo de acción marcado por la experiencia, experiencia que le da un nuevo sentido al misterio de Dios.

[1] KUTSCHKI Norbert. DIOS HOY, ¿Problema o misterio? Ed, Sígueme, Salamanca, 1967 Pág. 19
[2] KÜNG Hans ¿EXISTE DIOS? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo Ed. Cristiandad Madrid. Pág. 777
[3] Ibid. Pág. 775
[4] Ibid. Pág. 787
[5] Ibid. Pág. 791

La experiencia de Dios y su transparencia en el mundo

No podemos afirmar que la experiencia de Dios como tal sea la misma en todos los seres humanos que voluntariamente desean entrar en relación con Él. La experiencia de Dios es particular para cada persona pero tiene un elemento de coincidencia: el deseo de indagar por un Ser caracterizado como totalmente otro e incomprensible (Dios-Trascendente) en el cual el individuo corrobora, por contraste, su condición constitutiva de ser limitado y finito, cayendo así en la cuenta de que su configuración existencial no se encuentra en sí mismo. Lo anterior es de significativa importancia porque así se puede diferenciar entre una experiencia Dios y una experiencia de cualquier personificación e imagen de deidad[1].

Esta experiencia se caracteriza por una total donación o confianza –fe-. Ésta misma fe motiva la comprensión -racionalización de la fe- de aquello en lo cual se ha depositado tanta confianza. Aunque el interés por indagar sobre esta realidad es del individuo que la experimenta en su propia historicidad, la decisión última de comunicar ese misterio es de Dios mismo, es un don. Es Él mismo que sale al encuentro. Por tanto, si es un encuentro que Él mismo posibilita, el hombre está en toda libertad de acoger o rechazar dicha gracia[2].


Es conveniente mantener una tensión entre la trascendencia y la inmanencia. El riesgo de que el hombre se confunda fundiendose en una pura divinidad y su capacidad de trascendencia se disipe, es permanente. Esta trascendencia está referida al sujeto como tal, a su inmanencia y a la de su entorno –el mundo-[3].

Para que Dios tenga la importancia que se merece en la existencia del hombre, merece tener unas condiciones soteriológicas. Esto conlleva a pensar que la relación del hombre con Dios es de total proximidad, de alguna manera su condición es también de inmanencia en el mundo. Ahora, si hay prioridad por la inmanencia de Dios, se perdería la característica trascendente de Dios –no hay experiencia de Dios, no hay salvación- . De esta manera la experiencia se configura en un vínculo de transformación con lo trascendente. Este sería el carácter soteriológico que media la relación de Dios con el hombre. La experiencia de Dios se determina en la constatación de su trascendencia e inmanencia simultáneamente, es decir, en la transparencia de Dios en el mundo y por ende, en el hombre. Dios no es sólo trascendente, ni sólo inmanente. Es también transparenten.[4]


Hasta aquí podría pensarse que la experiencia religiosa se da de forma vertical. Pero el antiguo y el nuevo testamento muestran la revelación de un Dios que interviene en la historia humana. El Dios de que habla la Biblia es el Dios que irrumpe dentro de la historia[5]. A Dios no se le determina ni se le abarca en su totalidad, ni se le puede ver. Pero se ha revelado y de manera definitiva en Cristo Jesús, el cual es su imagen. A la luz de esta lectura de Dios como revelación en la historia, es fácil comprender los antiguos textos de la fe, escritos por aquel pueblo que intentó siempre descubrir a Dios escondido bajo todos los acontecimientos que vivía. Sólo así la vida y la historia se tornan transparentes[6].Con estas afirmaciones surge una pregunta: ¿Cómo puede ser Dios Objeto de conocimiento?


Es en las experiencias sensibles donde se puede captar la majestuosidad de Dios indirectamente. A Dios no se le ve directamente, lo que se ve son sus representaciones, lo captamos a través de los fenómenos perceptibles a nuestro sentidos. Dios es el trascendente y al mismo tiempo lo más profundo e intimo del ser humano y todo lo existente. Desde Rahner, se responde que se trata de una pregunta más trascendental y no tanto categorial –segunda parte del trabajo-.

La experiencia puede presentarse a veces oscura e indirecta, pero esto no quiere decir que no se pueda confiar en ella. No podría ser diferente, si se tiene en cuenta que se parte de la libertad del hombre en el encuentro con la libertad infinita de Dios.


Desde las ciencias exactas y sus métodos empírico-positivistas, la existencia de Dios y la fe que lo recibe son realidades que se enmarcan en otro estadio del saber y de la experiencia humana[7]. La fe esta en otra dimensión totalmente diferente: hace parte del ambiente de la libertad y la gracia. Para Feuerbach, el conocimiento de Dios sería una autoproyección del hombre para mitigar las necesidades más básicas de su existencia. En el ejercicio del conocimiento y de la libertad en el amor, el hombre se está autotrascendiendo continuamente e interactuando con los demás hombres que lo ayudan a descentrarse[8]. El hombre es un ser que existe vuelto hacia fuera, en diálogo o en comunión con el otro o con el mundo[9].


Cuando Dios se revela, es posible constatar esta revelación a través de la iluminación que se derrama sobre el misterio del hombre y su contexto. Este acto revelatorio no agota el Misterio de Dios –Dios no es totalmente cognoscible- todo lo contrario, lo comunica como misterio de salvación. Para dar a conocer la experiencia de Dios, no hay más que las convenciones comunicativas de lo humano, pues es en este donde acontece[10]. Después del silencio, la vía de comunicación de la experiencia de Dios es la analogía[11]. Pero esta analogía no puede contentarse sólo con la afirmación de lo semejante, ya que no se comunicaría la trascendencia de Dios. Debe comunicar aquello que no es perceptible a los sentidos.


Para terminar, algunas ideas cortas que ayuden a la síntesis de este ejercicio discursivo:


-La verdadera experiencia de Dios es la experiencia del invisible, del trascendente, del totalmente otro y no de una simple deidad.


-Para que Dios cobre sentido en la vida de cualquier ser humano, tiene que haber una relación soteriológica, esto quiere decir que Dios esta próximo, es decir, Dios está en el mundo.


-Si la aproximación a Dios (inmanencia), no se comprende adecuadamente –exclusividad de la inmanencia- puede haber una actitud negativa en la experiencia humana, que produciría la ausencia de trascendencia.


-Con lo anterior, lo que se denomina experiencia de Dios se traduce en una fuerte tensión entre trascendencia e inmanencia. Tensión que se resuelve con la noción de Transparencia, es decir en palabras de Boff: "la presencia de la trascendencia en la inmanencia".



[1] Cfr. BOFF, Leonardo. Testigos de Dios en el corazón del mundo. Capítulo II. Madrid Publicaciones Claretianas p. 30 y 52

[2] Cfr. BRAVO, Carlos. El marco antropológico de la fe. 3ª edición Bogotá. p. 40

[3] Cfr. BOFF, Leonardo. Testigos de Dios en el corazón del mundo. Capítulo II. Madrid Publicaciones Claretianas. p. 65

[4] Ibíd. p.55

[5] Ibíd. p.57

[6] Ibíd.

[7] Cfr. Ibíd.

[8] Cfr. BRAVO, Carlos. El marco antropológico de la fe. 3ª edición Bogotá, 1993 p. 39 -40

[9] BOFF, Leonardo.Testigos de Dios en el corazón del mundo.Capítulo II.Madrid Publicaciones Claretianas. Capítulo II. p60

[10] Cfr. Ibíd. p 58-59

[11] Cfr. Ibíd.. p 65